4:43 PM 27/07/1999
Lo ideal sería pasarle este texto a Don Luis y a John James y
Yasunari. Así por lo menos lograríamos una especie de
"retroalimentación". Esa misma tarde no escribí nada.
Siempre hay una buena razón para escabullirme... Pero ahora
los recuerdos se me han entrecruzado, hasta me cuesta trabajo
dilucidar las intenciones iniciales. Llevaba la tesis,
dinero para comprarle instrumentos musicales a Héctor,
odontólogo comboniano, y tenía intenciones de conversar con
las autoridades municipales al respecto (más o menos). Partí
por la mañana, como siempre. Llegué a Ecuador más pronto de
lo normal; esperaba llegar en una semana y me demoré como
tres días apenas. Ya casi no recuerdo mi llegada a Otavalo,
fue casi de noche, era un viernes. ¡Ah sí! Llegué como es
normal, en bus. A la salida de Ibarra nadie quiso pararme y
llegué muy cercana la noche a la estación de Repsol que hay a
la salida. Casi no me paran ni los buses. Pero en Otavalo,
llegué a un costado del centro, no era la terminal, ni la
plaza, sino un paradero unas cuatro cuadras hacia el oriente.
Me costó trabajo ubicarme al principio. Pero encontré la
plaza y la iglesia de San Francisco en unos minutos. Otavalo
no es muy grande que digamos, pero no tan chiquito como para
conocerlo todo en dos días. Como era de noche no sabía qué
hacer. Para colmo era viernes y al día siguiente no abrirían
las oficinas de la alcaldía, ni de ninguna entidad pública.
Eso, además de lo duro del viaje, me hacían sentir perdido.
Caminé y caminé, buscando un lugar donde dormir, volví a
preguntar los valores y no habían cambiado desde la última
vez que estuve en el pueblo. Algo así como 15 mil una noche.
Ese es el precio estándar. Pero no encontré el rincón en
donde dormí la vez penúltima. Así que decidí volver a
hacerlo en frente del "Señor de las Angustias de Otavalo", en
el escalonzote que se encuentra justo al lado de la puerta de
la iglesia principal. Ahí por lo menos no me daría muy duro
el viento. Utilicé la ropa que llevaba para cubrirme por
todas partes.
No debían ser más de las ocho, pero en Otavalo las noches son
oscuras, y frías. Muchos se extrañaron al verme ahí, parece
que no es muy usual. Soñé varias cosas, no hice caso a la
recomendación interna de pararme de ahí e ir a buscar a
alguien en la plaza donde se venden las artesanías. Bueno,
fue ahí donde me robaron. El tipo, un otavalo bajito, grueso
y musculoso, me quitó la camisa con la que estaba
cubriéndome, y siguió como si nada, como si la camisa fuera
suya. Yo me levanté y le grité que me la devolviera. Parece
que lo hice muy amablemente, porque los tipos (lo acompañaba
uno más joven y un mestizo de cara alargada) se devolvieron y
el primero me devolvió la camisa y me preguntó si lo conocía
o conocía a alguno de los otros dos. Yo les dije que no, que
estaba recién llegado. Me dijeron que el joven necesitaba
completar el dinero para irse a Ibarra, que "dejara algo".
Esas últimas palabras me confundieron, no entendía eso de
"dejar". Hubiera sido más fácil para mi si me hubieran
pedido regalado, pero no. Entendí que querían dinero, pero
el mío se había acabado con el bus. No quedaban sino unas
monedas diminutas. No recuerdo si se las entregué. El joven
y el mestizo carilargo me ofrecían licor de una botella que
estaba destapada e iba casi a la mitad. Era obvio que el
primer otavalo ya tenía sus tragos, por su manera de hablar y
de caminar. Le dije que no tenía nada, si mal no estoy, y el
tipo comenzó a esculcarme, todos tres repetían "deja algo,
deja algo". Me encontró el pasaporte y el joven quería
conformarse con que yo lo dejara. "Deja el pasaporte, por lo
menos". Pero para mí era la única posesión valiosa que
tenía, costaba más de 80 mil pesos, no creo que a ellos les
sirviera de algo, y en cambio, a mí, me representaría quedar
del todo indocumentado [como ya saben, no tenía ni la cédula
ni la libreta militar, estos son los días en que todavía no
los tengo]. El tipo descubrió que yo estaba sentado sobre un
maletín. Yo me había cruzado la tiranta por la cintura, para
prevenir que me sucediera lo mismo de la otra vez, en donde
unos jovenzuelos, chavales o lo que fueran, me arrebataron el
maletín y se fueron corriendo. Pero ellos vieron que podía
correr tanto como ellos y lo dejaron ahí. Después de todo,
no tenía mucho de valor. Cuando el tipo intentó hacer eso,
opuse resistencia, sabía que el dinero de Héctor estaba ahí.
La vaina se volvió evidente, lo de valor estaba ahí. El tipo
era más fuerte que yo, y con facilidad me quitaron el maletín
entre los tres. A pesar de que estaba casi borracho, no le
di mucha lid al primer tipo. Ahora que caigo en cuenta, mi
debilidad debió ser bastante grande. Tampoco he sido un
fortachón a lo largo de mi vida. El pelao (tendría unos 14 o
16 años) se terció el maletín y se dispuso a irse. Yo le
reclamé y le dije que ese maletín no era mío, lo cual era
cierto, era de mi sobrino. Todo lo demás que estaba adentro
importaba muy poco. La tesis tal vez, pero a pesar del valor
de la edición, no era mucho y yo podía bajarlo cuando
quisiera de Internet. El pelao corrió y yo me fui detrás de
él. El tipo y el flaco carilargo quisieron distraerme, que
me quedara mientras el otro se iba. Pero me sacudí sus manos
y fui detrás del muchacho. Los otros dos seguían tratando de
sujetarme. Pero cerca a las escaleras del andén que conduce
a la iglesia, el tipo acertó a hacerme zancadilla y no sé
cómo hice para no caerme con los zapatos que me quedaban
grandes ya, pero corrí y pude ver que el muchacho casi
llegaba a la esquina, girando hacia la izquierda. Le gritaba
"¡Hey, volvé, no te lo robés, que eso no es mío!", quería que
me oyeran para que siquiera alguien me ayudara. El tipo
captó la intención y comenzó a gritar que no le fuera a
pegar, que "él todavía era guagua". Yo lo miré con
escepticismo, era obvio que quería distraer a cualquiera que
oyera, y mi intención no era golpearlo, por evidente que
pareciera y por natural que fuera una respuesta así. Yo sólo
quería que me devolviera el maletín, como la otra vez. Logré
seguir zafándome del tipo y volteé la esquina y vi que el
muchacho estaba bajando la cortina de hierro de un local. El
flaco por fin dijo algo "dejalo, dejalo", como disculpando al
muchacho. Al principio, cuando los tres pasaron, me pareció
escuchar que el bajito estaba instruyendo al muchacho para
"conseguir" algo. Era obvio que el pelao era muy ingenuo, el
flaco era inofensivo y ahí el ladrón era el grueso. Era el
que hacía todo lo posible para que el robo se consolidara.
Al voltear la esquina y ver que había descubierto al pelao,
se vio más enojado, como que no esperaba que yo fuera
constante y me amenazó con la botella. No me gustaba ni
cinco la idea de un golpe con algo así, pero igual, el
maletín (y la plata) seguían siendo ajenos. Sólo la ropa que
iba adentro era mía. El tipo vió como que ser agresivo le
daba mejor resultado, así que se hizo el más enojado todavía
y rompió la botella contra el cordón del andén y me amenazó
con el pico. Ahí me dí por vencido. El maletín y el dinero
no valían una puñalada o una cortada con un pico. Los dejé
ir. Pensé que después podría revisar el local, pero era de
noche y hacía frío. Los tres se perdieron. Ahí donde
estaba, se iniciaba la plaza de mercado. Demasiado tarde
descubrí que la mayoría de los indigentes dormían ahí, bajo
el abrigo de un techo más amplio. Ahí también les daba
menos el viento. Pero, claro, no dejaba de ser igual de
peligroso. Me sentí anonadado. Estaba con la camisa que
había querido proteger al principio y sin lo que era de
verdadero valor. Ahora ya no tendría ni siquiera con que
cubrirme si el frío se hacía terrible. Quería dormir, pero
toda esa actividad me había espabilado. Debí haber hecho
caso a los primeros llamados de sacudirme el sueño e ir a
buscar ayuda a la plaza. No lo hice, me pegué de la más
tonta de las posesiones, y a lo último me quedé sin lo que no
era mío. Me consolé con el hecho de que esta vez sí tenía un
saco para protegerme del frío. Tampoco era mío, pero ni
siquiera habían pretendido quitármelo. Ahí quedó la cosa.
Al día siguiente el local ni siquiera era de un otavalo y el
tipo, como cosa rara, no sabía nada de los otros tres ni de
ningún maletín. A pesar de que no había perdido de vista la
única entrada, habían sabido engañarme. Les busqué en la
plaza e igual no los encontré. Me resigné a mi propia
estupidez, y decidí hacer lo que había venido a hacer. Como
era sábado, había más vendedores de artesanías de lo normal,
así que pregunté por el valor de la quena y la zampoña que
había venido a comprar. Habría alcanzado por unos bien
finos, de un valor casi preciso al que me había dado Héctor.
Encontré antes unos más baratos pero más rústicos. El tipo
que encontré me dijo que lo encontraría en el mismo lugar
todos los sábados, y si no, por ahí cerca. Entré por fin a
la librería en donde había visto los libros sobre los otavalo
y otros textos sobre indígenas, y descubrí que todos los que
me interesaban eran de "editorial Abya Yala". Había
encontrado la organización que necesitaba, era la precisa.
Tenía presencia en Internet y todos los títulos que me
interesaban (diccionarios quichua, textos sobre migraciones
indígenas a la ciudad, cartillas sobre los desarrollos
legislativos al respecto en Ecuador) eran de ellos. Había
otro, muy interesante sobre la evangelización de las culturas
indígenas, escrito por una bautista. Recuerdo que respondía
a la pregunta "¿por qué los grupos indígenas tratan la
religión católica de la misma manera como lo hacían con sus
religiones precolombinas?", decía que lo que tenía en sus
sincretismo era más similar a lo anterior que lo que se
dictaba en los seminarios. Preguntaba también "¿por qué a
pesar de los 500 años de evangelización aún no conocen las
estructuras básicas de la espiritualidad cristiana?" y decía
que daba pistas acerca de los caminos correctos hacia una
verdadera y esta vez primera evangelización. Me daba la
espina de que terminara siendo un pasquín bautista, pero lo
ojeé y me pareció aún más serio de lo que me imaginaba.
Hasta podría llamarse "objetivo". La vaina es que se me
olvidó el editorial. Encontré otros más que hacían
referencia a los indígenas, pero esta vez los de la zona
amazónica. Pregunté al vendedor dónde podía ponerme en
contacto con Abya Yala en Otavalo, ya que era obvio que los
conseguiría, pero en Quito. Me dijo que "contactara al
FISI", que era la organización indígena de los otavalos y me
indicó como llegar a ellos. Encontré su "oficina" después de
mucho preguntar, pero era una puerta de algo que parecía ser
un taller o un almacén, con sólo una pequeña porción
entechada. Había gente, otavalos, conversando afuera. Ellos
me dijeron que sí, que ahí era, pero que no atendían los
sábados y que tenía que esperar hasta el martes, porque el
lunes era festivo, sabrá Dios de qué. Quise entrar, pero no
les gustó la idea, "¿para qué, si no hay nadie?". Las
intenciones de curiosear se volvían sospechosas, así que no
insistí. La que me habló fue una mujer. ¿Por qué será que
siempre que llega uno a preguntar, es a ellas a quienes
encuentra? Me di cuenta de que había llegado en un mal día
para hacer ese tipo de averiguaciones. Se me ocurrió que
podría ir a Peguche, a preguntar por el contacto que hice el
otro viaje, el indígena que tenía un telar. Pero le había
dicho que si volvía era para grabarlo y no podía llegar con
las manos vacías. El señor lo que quería era vender o salir
en televisión, y esta vez yo no podía hacer nada para
realizar sus dos intenciones. Decidí que iba a bañarme en
las lagunas "huaringas", como creía y todavía supongo, son
las lagunas "del norte del Tauntinsuyu", pero creo que
quedan en Perú. Es decir, todavía no sé a ciencia cierta
dónde es que quedan y cuáles son. Hasta podrían quedar en
Colombia, o en la selva amazónica. Pero creo que están en
los Andes y bien arriba. Así que decidí ir a bañarme en la
laguna más cercana, para siquiera acercarme sólo en eso a los
médicos itinerantes indígenas. Pregunté y me dijeron que
había dos, pero la más cercana era la de Mojandas. Había una,
un poquito más lejos si se cuentan los kilómetros, pero al
lado de la Panamericana. Como no lo sabía en ese entonces,
decidí muy confiado dirigirme hacia Mojandas. Apenas avancé
unas cuadras, descubrí que la calle ya no era pavimentada e
iba montaña arriba. Tragué saliva y comprobé el tiempo.
Pregunté si "allá arriba" había donde quedarse, y me dijeron
que sí, pero los ecuatorianos, en su afán de promover su
turismo, me consideraron un turista con plata. Había un
lugar, claro, pero había que pagarlo. Decidí ir de todos
modos, para que el viaje valiera la pena. Me dijeron que
eran como 14 kilómetros y esa era una distancia que podía
recorrerse dos veces fácilmente en un día. Caminé y caminé,
poniéndole dedo a todo el carro que pasara, que no eran sino
camionetas, y una o dos. Lo bueno es que una me llevó, pero
al ratico giró por una variante y me tocó bajarme. Seguí
caminando y encontré una señora otavalo que llevaba una carga
grande, no mucho para ella, envuelta en su poncho, cargada en
la espalda. Quería ponerle conversa, pero no sabía cómo.
Por fin le saludé y le dije que iba a Mojandas. Ella
preguntó de donde venía y le gustó que "anduviera paseando".
Le pregunté si quería que le ayudara, pero me dijo que no,
que era "muy complicado". Claro, habría tenido que prestarme
su poncho y correr el riesgo de que yo saliera corriendo loma
abajo con lo que era suyo. No es de genios confiar en quien
no se conoce. Le conté que me robaron cuando me preguntó por
qué no tenía maleta y ella me creyó y se compadeció de mí.
Me daba gusto encontrar su fuerte acento indígena, le
pregunté si podía enseñarme quechua y me dijo que sería muy
complicado, que en el pueblo enseñaban. Como yo no tenía
dinero y no estaba interesado en una escuela, me dijo que
tendría que hacerlo por ahí, en las familias, en las casas
que se veían por el camino. Claro, me dijo que necesitaría
tiempo. Ella iba a la casa de un pariente, antes de Mojandas.
Pasó una camioneta y paró. Antes habían pasado otras dos,
pero no habían parado, a pesar de que la señora les había
puesto la mano. El señor que me paró, lo hizo por unos
segundos, más para que lo hiciera yo que para que lo hiciera
ella. No supe que hacer diferente a quedarme y pedir que se
detuviera, pero el tipo no oyó o no quiso. Un señor,
mestizo, iba en el volco conmigo. Me dijo que todavía
faltaba bastante, que iban sí, pero a un aserradero que
quedaba bastante antes de Mojanda, que probablemente había
14 kilómetros, pero de donde ellos iban hasta Mojanda. Y
que iba a llover. No fueron noticias muy regocijantes,
pero tenía todo el día, y con el buzo sabía que podía pasar
la noche. La lluvia, bueno, la lluvia era otra cosa. Le
dije que ya que estaba aquí no iba a devolverme, además, me
gustaba caminar. Llegamos al aserradero, que más parecía una
finca cualquiera, y yo seguí. Adelante se veían las nubes
grises. Caminé un resto y comenzó a chispear. Repasé mi
decisión y lo indicado fue continuar. Encontré una chuspa
tirada al lado del camino y la usé para cubrirme. Me sirvió
de lo lindo, pues lo único que hizo fue chispear, no llovió
muy duro. Ni siquiera llovió en forma. Fue como una hora o
45 minutos de chispeo, con la chuspa fue suficiente. Para
gran alegría mía, llegué a un campo verde, donde las nubes se
detenían; parecía que sólo hasta ahí las dejaba llegar el
viento. El sol brillaba con una claridad, casi pureza, como
lo hace en la alta montaña. Vi a una persona ¡la única que
había visto en el camino desde el aserradero! que se acercaba
hacia mí, caminaba en dirección contraria. llevaba una
chaqueta plástica delgada, de color oscuro. Pensé que sería
un mestizo, camino a Otavalo, venía con el capuchón bien
cerrado, para protegerse del frío. Le pregunté "¿falta mucho
para la laguna?" ahí se descubrió el rostro y descubrí que
era una bella mujer extranjera, rubia de ojos claros. En un
español muy difícil, casi monosílabos, me dijo que "no,
sólo..." y con gestos me dijo que faltaban dos curvas. Me
gustó encontrar una extranjera dispuesta a caminar semejante
trecho, y con lluvia. Y mucho más me alegró su respuesta.
Quedé con el anhelo de llegar, bañarme y regresar para
alcanzarla y conversar con ella. Llegué por fin a Mojandas.
Era muy hermosa. Parecía un pedazo del mar Caribe anclado en
medio de las montañas; tres de ellas sobresalían, a una la
rozaba una nube. Las aguas se movían con olitas creadas por
el viento y era azul. ¡Azul! ¡que cambiaba de tonos, entre
claro, aguamarina y oscuro. Adentro parecían adivinarse
rocas, no se veía muy profunda. A mi derecha había una casa
en cemento, parecía campesina. De lejos se veía que un
cuarto no tenía puerta y adentro alguien había ennegrecido las
paredes con candela. Al otro lado y siguiendo la carretera
se veían un albergue, con tejas de arcilla. No se veía
barato. Más acá un campero, Nissan, probablemente. Me
acerqué a la casita y me metí en el cuarto permanentemente
abierto. Ahí se sentía calorcito y el olor que deja la
madera quemada. Busqué el fuego y no lo vi. Debía ser de
alguna otra parte de la casa, pero el cuarto sólo tenía una
puerta, por la que yo había entrado. Había algo así como un
tragaluz en la pared que dejaba ver las otras habitaciones.
Me asomé y vi que había otras puertas, al lado de una de
ellas, metálica, se quemaban chamizos. Podía oír los
movimientos de una persona, así que di la vuelta y me
encontré con una ventana. Dentro un hombre joven se
recostaba sobre la reja de metal y me miraba. Era como el
ecuatoriano promedio: indígena, pero no mucho. Llevaba ropa
que parecía ser militar, no parecía estar muy abrigado. Le
pregunté si podía bañarme y después regresar a refugiarme en
la casa, sobre todo si comenzaba a llover. El me miró y me
dijo "sí, vaya", sin muchos rodeos. Yo me alegré y salí
corriendo a bañarme a la laguna. ¡Y vaya si el agua estaba
fría! Me sumergí todo, pero salí cuanto antes por temor a la
hipotermia. Quería bañarme desnudo, pero como probablemente
había gente mirando al otro lado, en el albergue, el pudor me
pudo. Lo hice en calzoncillos. La lluvia que se inició me
sirvió de excusa para salir aún más rápido. Temía que la ropa
que había dejado en la orilla se me empapara, y ahí sí que
hubiera sido la pulmonía. Corrí con ella en la mano,
envuelta en la chuspa, semidesnudo, camino a la casa. Toqué
la puerta, pero como que el tipo no estaba. Di la vuelta
cuanto antes, el viento se estaba haciendo más frío, y me
metí en el cuarto permanentemente abierto. Ahí estaba mucho
más calientico. Me sequé con las manos lo mejor que pude (no
muy mal) y me puse la ropa, dejándome sólo el pantalón y el
calzoncillo mojado en la mano. Lo más difícil de secar
fueron los pies sucios. Pero había vuelto a la vida, al
optimismo. Mi Señor es muy grande. La hermosura del paisaje
bien valía la pena el viaje, el maletín, la aventura. Era
hermoso. Al ratico el agua se detuvo y volvió a salir el
sol, tímidamente. Parecía que todo estaba planeado para que
yo me metiera cuanto antes, y regresara cuanto antes.
Recordé que en la montaña el agua viene y se va en cualquier
momento. Así que tenía que aprovechar ese rayito de sol
para volver a Otavalo. Salí, casi corriendo y muy contento.
Antes de llegar a la carretera me encontré al joven, parecía
estar quemando o recogiendo algo. Me preguntó "¿se va?" Le
dije que sí, que volvía a Cali, que debía hacerlo antes de
que regresara la lluvia. El asintió y siguió mirando lo
suyo. Sí, parecía un militar, algo así como un joven pagando
servicio. Llegué a la carretera escalando el terrenito que
había descendido antes y caminé, aún con esperanzas de
encontrar a la muchacha. Lastimosamente, cuando comenzó a
llover, el Nissan que estaba parqueado salió a toda carrera.
Tal vez fue a buscarla, porque no la encontré en todo el
camino. Yo caminé y caminé, recordando por todo lo que había
pasado. Me encontré una pareja de campesinos con su niño y
un chivo. Me preguntaron que si faltaba mucho para llegar a
la laguna. Les respondí lo mismo que me dijo la gringa:
Algo más de dos curvas y ya llegan. Me preguntaron si venía
a pasear, que si venía de Ibarra. Les dije que no que venía
de Cali, y eso les gustó mucho. Seguí mi camino, ya con
menos nubes, sin siquiera una llovizna y pude ver las
montañas, el Imbabura que no mostraba su punta pero sí su
tamaño, como columna de nubes. Grandioso, monstruoso,
impresionante. Verde. Seguí mi camino de rocas y matas a
los lados. Ahora tenía menos frío. Como me enseñó la gente
de clima frío en Pitalito y Bogotá, una vez que uno se baña
en agua fría, ya el clima no es lidia para uno. El sol se
sentía sabroso. Me arrepentía de haber pensado en regresar
sin haber llegado a la laguna. ¡De lo que me hubiera
perdido! Pasó una camioneta y me llevó directo a Otavalo.
Ahí atrás en el volco conversé con un señor ecuatoriano,
sobre la pobreza del país y la riqueza del paisaje, de la
violencia de Colombia, que ojalá se detuviera, para que
también tuvieran el gusto de visitarnos y compartir nuestras
bellezas. Llegué, pues, a Otavalo; volví a preguntar por los
del FISI, pero no los encontré. Fue casi por deporte. Comí
algo y tomé rumbo a Cali.
¡Ah, cosa memorable! Volví a encontrar la misma tienda, con
la ecuatoriana bella como pocas he visto, tan amable como
otavaleña. Unos ojos claros y la piel chapeadita, como la
gente de montaña. Quise conversar, decirle algo, pero sólo
atine a decirle que era muy bella. Ella sonrió y me dijo
"gracias". Me fuí, volví a Cali. Pasé por Ibarra, el 17,
con su gente negra, su clima caliente y mi afán. Quería
llegar cuanto antes. Noches terribles en la montaña.
Ipiales, Las Lajas, Pasto. He vuelto.
Estoy aquí y sé que es mucho lo que me he perdido. Encontré
a Ismaelina postrada y ahí sigue. Reconocí que el proyecto
con los combonianos era algo todavía más urgente, que
pretender realizar los dos era utópico, tenía que decidir.
Varias veces Oscar Campo me decía que no se podía hacer un
documental uno solo. John James y Luis no hacían sino dar
largas. Posposiciones eternas, negativas hasta para hacer
una reunión entre los tres. Mucho hablar y nada que despega.
El trabajo lo hacía todo yo, los demás participaban por los
laditos. Las últimas veces había visto a los dos sin mucho
ánimo, como con muchas razones para no hacerlo, para no
pensarlo. Eso era suficiente para darle prioridad a un
proyecto sobre el proceso de Paz, y con la Iglesia. Era
mucho más cercano a Aquel en Quien Se Puede Confiar. A
Aquel Que No Falla. Así que tomé la decisión: El proyecto
con los combonianos tiene prioridad. Sólo faltaba decirles
a los demás. Hablé con Luis y posponer el proyecto no
pareció entristecerlo. Pero ya estaban cerca los días en los
que tendría vacaciones. Cuando por fin encontré a John
James, en el concierto de Jazz, me dijo que había visto a Don
Luis y había preguntado por mí, que por qué no había vuelto.
Le dije lo que había pasado, mi decisión, porque no parecía
despegar. Tampoco fue para él una tragedia. Lo de Don Luis
me puso a pensar. No había pensado en él. Es por eso que
ahora pienso en entregarle este texto, para que él lo lea, lo
piense y se dé, probablemente, un proceso que su propio
grupo, el de Asoinya, pueda pensar. Si surge una iniciativa
desde ellos mismos, sería mucho más saludable que todas
nuestras búsquedas; o mis búsquedas. Pienso en todo lo que
habíamos adelantado, a pesar de que sentía (siento) que el
trabajo estaba recargado. Sigo pensando que lo más saludable
es una posposición temporal, de acuerdo a como vayan las
cosas. Ya el Señor decidirá, si él quiere, las cosas se
quedarán como están y surgirá otra cosa. O resucitará, pero
esta vez distinto. Con una participación directa, activa e
indispensable, del mismo don Luis, de los mismos otavalos
(quichuas).
10:57 a.m. 3/2/2000
Los desarrollos recientes fueron hace tanto tiempo... Fueron
en la Mesa de la Sociedad Civil por la Paz. Ahí encontré
por fin a Ary Chicangana, después de milenios de buscarlo.
Le había buscado hasta en Jamundí, le había preguntado una y
mil veces en los teléfonos que me dio Polo, el hijo de don
Luis. En ellos me respondió dos veces una mujer con acento
indígena y me dijo que él no tenía horario para llegar, que
era más probable por la noche. Al fin me dí por vencido y
dejé de llamarlo. Era un teléfono en Cali, si mal no estoy.
No recuerdo bien, pero creo que me dijeron que no era ahí, en
una de las tantas llamadas. Ya había desistido de insistir
en el mismo "Llakta", le había dicho a Luis y a John James
que era mejor posponerlo, tal y como lo hice en el texto
anterior. Cuando por fin logré que se vieran, o mejor lo
hizo El Jefe, porque fue pura coincidencia que se
encontraran aquella noche en la casa de la cultura, en la
noche de Jazz. Ahí más o menos les conté de mi decisión.
John James me dijo que don Luis había preguntado por mí, que
por qué no había vuelto. Eso me intrigó, me recordaba algo
así como un compromiso no asumido. Tanta indecisión
terminaría afectando al fin a un resto de gente. No era el
caso de dejarlos colgados.
Luego, en la Mesa, encontré a Ary, junto a Jair y otros de
Asoinya, mientras estaba conversando. Les dije del proyecto
justo después de saludarles. Jair se mostró prudentemente
distante, a Ary le pareció muy interesante. Dijo que podría
hablar ahí mismo con los otros de Asoinya. Estábamos en las
gradas del coliseo de Univalle y caminamos a buscar a los
otros indígenas de ACUR y Asoinya que estaban ahí. Yo les
pregunté sobre la asociación, si estaba formado el cabildo
aquí en Cali. Ary y ellos me dijeron que no, que era el
cabildo de Río Blanco, que tenía sus representantes aquí.
Que no habían pensado en incluir a otros, pero que podría
pensarse en un futuro. Jair no sabía si la asociación estaba
lista para algo como un documental, pero Ary le parecía
interesante porque de esa manera podían hacer unas denuncias
que necesitaban hacer más adelante. Jair entonces se mostró
interesado realmente. Me pareció incómodo no saber qué
hacer ante su respuesta positiva, así que decidí aclarar las
cosas de una vez. Le pregunté si la Asoinya era de indígenas
otavalo o de vendedores ambulantes y estacionarios. Jair
dijo que la asociación iba a reformularse y que dejaría de
ser OINE para ser sólo Asoinya. Ahí fue que les pregunté si
iba a ser sólo de otavalos y Jair me corrigió: "Quichuas".
También podía ver que Ary prefería esa manera de nombrarles.
El cabildo de Río Blanco estaba organizándose para algo
grande, en todo el norte del Cauca, pero apenas estaban en el
principio. Jair estaba tomando decisiones ahí mismo, creo
que su identidad no estaba clara en ese momento. No sé como
estará ahora, casi un año después. Lo que me sorprendió,
casi me decepcionó, fue saber que no habían pensado en un
cabildo urbano, eso no estaba en sus cabezas. Ni siquiera se
les había pasado por ahí. Pero me dijeron que había gente de
varios cabildos aquí y que estaban organizando a los cabildos
para responder cada uno por los suyos, o algo así, pero
primero había que organizarlos. Hasta ahí hablé con Ary.
Después, en los descansos-esperas de la Mesa, los encontré
pero no volví a hablar con él. Parecía haber tomado la
distancia que desde el principio le vi a Jair. Ahora era el
quindiano de Asoinya el que parecía interesarse en conversar
conmigo. En ese entonces tenía el problema de decidirme por
el "proyecto" con los combonianos y la pastoral afro o los
"otavalos", y me estaba inclinando más por los primeros. Aún
no me he definido. Ese es un hueco del tamaño de un buque y
que debo resolver cuanto antes. Tiene que ver con lo que
considero un trabajo y lo que no. En fin...
Lo último que sucedió, y que más me dolió, fue que Jair me
llamó para que estuviera en una rueda de prensa que iba a dar
un senador indígena cuyo nombre no reconocía. Iba a hablar
de la situación de los indígenas en el Cauca y era una
oportunidad grande para escucharlo. Jair estaba interesado
en que nosotros lo grabáramos. Yo le había hablado de la
cámara de John James y de la que podía prestarnos
ArteVisual. Me dijo que la entrevista era para el otro día.
¡Puf! Me puso a correr, busqué a John James y como cosa rara
no lo encontré. Llamé a Luis y me dijo que tenía que hablar
con Ana. Ella me dijo que a mí me la soltaba pero no sólo.
Yasu decía que no podía ir, si mucho llegar tarde. Me
preguntó si tenía claro si podía ir acompañado, más si era a
un lugar cercano a "la olla". Busqué la probabilidad de que
alguien me acompañara pero no ví ninguna real y cercana.
Ella estaba asustada porque recién le habían robado la cámara
a John Jairo. No quería correr riesgos y yo no podía darle
ninguna seguridad. Estaba, pues, con las manos vacías. Así
que llamé a Yasu para explorar la lejana posibilidad de que
su tío nos pudiera prestar la Handycam. El me dijo que nooo,
que eso había que decirlo con tiempo, que se podía hacer,
pero que si su tío se llegaba a dar cuenta de que era por
donde era, no la prestaba para eso. En fin. Llamé a Jair
nuevamente y le conté que no podía, le expliqué y me dijo que
era una lástima, pero que fuéramos de todos modos, que lo que
iba a decir el senador era importante. Mierda. Le dije que
lo haría si podía y olvidé por completo que al día siguiente
tenía algo que hacer. No sé, pero al fin al día siguiente me
desocupé temprano, habría podido ir, pero la vergüenza de llegar tan tarde y sin nada me pudo.
El mismo Yasu insistía en que de esa manera no se podía hacer
algo de calidad, había que ver el sitio, considerar la luz,
el audio, cosas que yo sabía se debían tener en cuenta si
queríamos hacer algo digno de verse. Así que me ganó ponerme
a pensar en esas consideraciones. Recuerdo que le dije a
Jair todo eso en la última llamada que le hice. De verdad,
si hubiera llamado un poco antes, digamos un día o dos,
hubiera sido posible convencer a alguno para la cámara, o a
un grupo de jóvenes o quienes fueran, de que nos acompañaran
a Asoinya. Pero no fue. Como dice San Pablo: "El Espíritu
de Dios no quiso". Claro, si Dios hubiera querido se
hubiera dado. El caso es que nos perdimos todo el proceso de
organización de las movilizaciones que se daría meses más
adelante en el Cauca e iban a ser algo histórico en el país.
Fue algo así como la caída de Bucaram en Ecuador sólo que en
pequeño. Los indígenas bloquearon todas las vías de acceso
a Popayán y el gobernador se puso de parte de ellos. Fue
algo muy especial porque fue la primera vez que se consideró
que los bloqueos a la Panamericana eran producto de problemas
sociales profundos, no de unos cuantos indios rebotados. En
fin, cosas que cualquiera que haya leído noticias, o haya
tenido la intención de viajar al sur en esos días, se hubiera
dado cuenta. Ahora la posibilidad de la financiación
parece estar un poco más cerca con los contactos que ha
establecido Yasu, pero aún así parece lejana. Implica enviar
el proyecto y un sinnúmero de papeles a varias partes, sin
ninguna garantía. Es ahí donde está la cuestión. Implica
gastos por todas partes. Y eso no es todo. Lo principal no
lo he escrito. Es algo a hablar personalmente, cada quien lo
tomará a su manera. Pero no sé hasta que punto el proyecto
está pensado únicamente para el beneficio personal. De ahí
que no hayamos considerado a los quichua como protagonistas,
en vez de como actores. Ni siquiera nos habíamos dado
cuenta de que no eran otavalos sino quichuas. En fin.
Tenemos que QUERER acercarnos a ellos de una manera más
profunda para encontrar lo que ellos necesitan que se diga,
no lo que nosotros queremos decir. O por lo menos lo que
podamos negociar entre todos. Pero, insisto, que la
inclinación se más del lado de ellos que del nuestro. Si no
¿para qué documental? ¿un capricho artístico? La calidad no
se improvisa y la quien determina no es el cliente. Es
Alguien que está por encima de él.